miércoles, 9 de mayo de 2012

MUERTES DE PERROS

MUERTES DE PERROS.

     Cinco ejemplos literarios de otra tantas muertes de perros, cuatro en distintos poemas y uno extraído de una novela de autor polaco Czeslaw Milosz (1911 - 2004).


MUERTE DE UN PERRO
 
Llegando a la ciudad
Pude ver que asaltaban los muchachos al perro
Y le obligaban, confundidos los gritos y el aullido, a deshacer el nudo
Con el cuerpo del otro                   
y la carrera loca contra el muro,
y la piedra terrible contra el cráneo,
y muchas piedras más.
Y vuelvo a ver aquel girar
de súbito, todo el espanto de su cuerpo,
su vértigo al correr,
su vida rebosando de aquel cuerpo flexible,
su vida que escapaba por los abiertos ojos,
cada vez más abiertos
porque la muerte le obligaba, con su prisa iracunda,
a desertar de dentro tanta sustancia por vivir,
y por el ojo sólo tenía la salida;
Porque no había luz,
Porque sólo llegaba tenebrosa la sombra.
Allí entre desechos
De aquel muro de inhóspito arrabal
Quedó tendido el perro;
Y ahora recuerdo su cabeza yerta
Con angustia imprevista:
Reflejaban sus ojos, igual que los humanos,
El terror al vacío.
                             Francisco Brines (Palabras a la oscuridad, 1966)


MALOS RECUERDOS
Llevo colgados de mi corazón

Los ojos de una perra y, más abajo,

Una carta de madre campesina.



Cuando yo tenía doce años,

Algunos días, al anochecer,

Llevábamos al sótano a una perra
Sucia y pequeña.

Con un cable le dábamos y luego
Con las astillas y los hierros. (Era
Así. Era así.
                    Ella gemía,

Se arrastraba pidiendo, se orinaba,
Y nosotros la colgábamos para pegar mejor).


Aquella perra iba con nosotros
A las praderas y los cuestos. Era
veloz y nos amaba.

Cuando yo tenía quince años,
Un día, no sé cómo, llegó a mí

Un sobre con la carta del soldado.


Le escribía su madre. No recuerdo:
“¿Cuándo vienes? Tu hermana no me habla.

No te puedo mandar ningún dinero…”


Y, en el sobre, doblados, cinco sellos
Y papel de fumar para su hijo.

“Tu madre que te quiere…”
                                             No recuerdo
El nombre de la madre del soldado.


Aquella carta no llegó a su destino:
Yo robé al soldado su papel de fumar
Y rompí las palabras que decían
El nombre de su madre.


Mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo,

Pero aunque tuviese el tamaño de la tierra
No podría volver y despegar

El cable de aquel vientre ni enviar
La carta del soldado.

                                     Antonio Gamoneda, Blues castellano, 1961-1966.


EST-CE QUE TU ES UN CHAT OU UN CHIEN?

Vimos esta mañana morir un perro
En la carretera, y arrastrándose
Llegó a la cuneta sin que se oyese nada,

Los cuartos traseros muertos ya, colgado
De su súbito cadáver insepulto, mudos 

de sangre, llegó hasta la cuneta sin gritar, envolviéndonos

en el silencio doble
de su media agonía sin objeto.

No sé qué hacer ahora

Con esta tristeza de perro muerto

Y la torpeza de las palabras puestas en fila,

Rabos tocando hocicos, eslabones

Uniendo nada con ninguna parte.


                                 Jorge Reichmann (La verdad es un fuego donde ardemos).


Perros suicidas

      Andan vagando a su suerte por las quebradas carreteras de El Ecuador. Híbridos perrunos, rabiosos, legañosos, desfallecidos, desean morir cuanto antes y atentan contra sí mismos tirándose contra los autos que circulan ajenos a su drama. Sus cuerpos son atropellados una y mil veces, cadáveres contumaces que jalonan los caminos de la Mitad del Mundo convertidos en manchas sanguinolentas, muertos de matarse,  porque, seguramente, su vida vale menos que su muerte. Yo también maté a uno.

Buscan la muerte a pie de carretera,

Cimarrones, cansinos, fugitivos.

No se sabe si perros o chivos
O si cruces de hiena con pantera.


Cadáveres anónimos de acera

Destripados por raudos deportivos,

De la hambruna a los hijos adoptivos

Que se dan a morir en la carrera.


Hoy he matado a uno, perro y gato.

Encima se tiró del parachoques.

Perruno sacrifico de arrebato.


Primero fue el frenazo y luego el choque.
Ya soy un matador hostil, barato:

Sentí su bronca muerte en el embroque.


      Pedro Atienza, Funambulismos ecuatorianos. (Diario de Alcalá, 31.05.2011, p. 14).


            Por aquel entonces, se presentó un caso de rabia en la región, y corrió la sospecha de que uno de los perros del pueblo había sido mordido por un perro rabioso. Decían que convenía matarlo, pero nadie se decidía a hacerlo, hasta que Domcio lo supo y se ofreció para sacrificarlo. Se lo entregaron de mala gana, porque, a lo mejor, ni siquiera había sido mordido. El perro, grande, negro, con el rabo levantado y pelos blancos en el hocico, daba saltos de alegría junto a él, contento de que le soltaran y de salir al campo, en vez de bostezar y buscarse las pulgas. Le dio de comer y, luego lo condujo junto a un lago situado en medio de un pequeño promontorio en un tranquilo recodo del Issa. […] Domcio ató al perro con una soga gruesa. Él se sentó a poca distancia, con la carabina en la mano. Sacó las balas del cargador y colocó unos balines de madera que él mismo había tallado. El perro meneaba alegremente la cola y soltaba pequeños ladridos. Había llegado el momento: podía disparar, o no disparar, se acercó la culata al hombro, retardando el instante para poder deleitarse con la posibilidad misma. Era precisamente eso: el perro no sospechaba nada, y él, Domcio, tenía en su mano la elección, era él quien decidía. Y, más aún, por un movimiento de su dedo, el perro pasaría enseguida a ser otra cosa: ¿pero qué cosa? ¿caerá muerto, o seguirá saltando? Y, al mismo tiempo, bajo el peral y en los alrededores, todo cambiaría. Nada es comparable al poder mortífero de una bala; aquella paz, aquel silencio, como si el hombre no estuviera allí. Y, sin ira ni esfuerzo, decir: ya.

          Se oía tan sólo el ruido de los juncos movidos por el aire; la lengua colorada y húmeda del perro colgaba del hocico abierto. Lo cerró de golpe con un ruido seco: había atrapado una mosca. Domcio apuntaba a su brillante pelaje.

          Ya. Durante una fracción de segundo, el perro quedó como atónito. Y, en seguida, se lanzó adelante, con  un ladrido ronco, tensado por la cuerda. Enfadado por esa actitud hostil, Domcio disparó la segunda bala. El perro cayó, se levantó y, de pronto, comprendió. Con el pelo erizado empezó a retroceder anta la visión aterradora. Recibió otros balazos, pero espaciados, para que no muriese demasiado aprisa; y después de cada disparo, el espectáculo variaba, hasta que el perro no pudo más que arrastrarse por el suelo con la parte trasera, entre gemidos y convulsivos movimientos de patas, caído ya sobre un costado.

        De vuelta a su cabaña, junto al fuego, Domcio reflexionó sobre temas teológicos, basados en el recuerdo de aquellos instantes. Si él estaba tan por encima del perro, hasta el punto de poder disponer de su destino a su antojo, ¿acaso dios no hacía lo mismo con los seres humanos? Sentí rencor contra Dios. Sobre todo por su insensibilidad anta sus más sinceras súplicas de ayuda.  En cierta ocasión, en vigilias de Navidad, les faltó en casa incluso el pan, y su madre lloraba y rezaba arrodillada ante una imagen santa: él pidió un milagro. Subió al desván, se arrodilló y, después de persignarse, dijo con sus propias palabras: “Es imposible que no veas la tristeza de mi madre. Haz un milagro y me entregaré a Ti; mátame en seguida; después, permíteme tan sólo ver el milagro”. Saltó de la escalera, seguro de que sería escuchado, se sentó tranquilo en el banco y esperó. Pero Dios se mostró totalmente indiferente, y madre e hijo se fueron a dormir hambrientos.  

    En el valle del Issa, Czeslaw Milosz, (1955), epígrafe 25.