Cinco ejemplos literarios de otra tantas muertes de perros, cuatro en distintos poemas y uno extraído de una novela de autor polaco Czeslaw Milosz (1911 - 2004).
MUERTE
DE UN PERRO
Llegando a la ciudad
Pude ver que asaltaban los muchachos al perro
Y le obligaban, confundidos los gritos y el aullido, a
deshacer el nudo
Con el cuerpo del
otro
y la carrera loca contra el muro,
y la piedra terrible contra el cráneo,
y muchas piedras más.
Y vuelvo a ver aquel girar
de súbito, todo el espanto de su cuerpo,
su vértigo al correr,
su vida rebosando de aquel cuerpo flexible,
su vida que escapaba por los abiertos ojos,
cada vez más abiertos
porque la muerte le obligaba, con su prisa iracunda,
a desertar de dentro tanta sustancia por vivir,
y por el ojo sólo tenía la salida;
Porque no había luz,
Porque sólo llegaba tenebrosa la sombra.
Allí entre desechos
De aquel muro de inhóspito arrabal
Quedó tendido el perro;
Y ahora recuerdo su cabeza yerta
Con angustia imprevista:
Reflejaban sus ojos, igual que los humanos,
El terror al vacío.
Francisco Brines (Palabras a la oscuridad, 1966)
MALOS
RECUERDOS
Llevo colgados de mi corazón
Los ojos de una perra y, más
abajo,
Una carta de madre campesina.
Cuando yo tenía doce años,
Algunos días, al anochecer,
Llevábamos al sótano a una perra
Sucia y pequeña.
Con un cable le dábamos y luego
Con las astillas y los hierros.
(Era
Así. Era así.
Ella gemía,
Se arrastraba pidiendo, se
orinaba,
Y nosotros la colgábamos para
pegar mejor).
Aquella perra iba con nosotros
A las praderas y los cuestos. Era
veloz y nos amaba.
Cuando yo tenía quince años,
Un día, no sé cómo, llegó a mí
Un sobre con la carta del soldado.
Le escribía su madre. No recuerdo:
“¿Cuándo vienes? Tu hermana no me
habla.
No te puedo mandar ningún dinero…”
Y, en el sobre, doblados, cinco
sellos
Y papel de fumar para su hijo.
“Tu madre que te quiere…”
No
recuerdo
El nombre de la madre del soldado.
Aquella carta no llegó a su
destino:
Yo robé al soldado su papel de
fumar
Y rompí las palabras que decían
El nombre de su madre.
Mi vergüenza es tan grande como mi
cuerpo,
Pero aunque tuviese el tamaño de
la tierra
No podría volver y despegar
El cable de aquel vientre ni
enviar
La carta del soldado.
Antonio Gamoneda, Blues
castellano, 1961-1966.
EST-CE
QUE TU ES UN CHAT OU UN CHIEN?
Vimos esta mañana morir un perro
En la carretera, y arrastrándose
Llegó a la cuneta sin que se oyese nada,
Los cuartos traseros muertos ya, colgado
De su súbito cadáver insepulto, mudos
de sangre, llegó hasta la cuneta sin gritar,
envolviéndonos
en el silencio doble
de su media agonía sin objeto.
No sé qué hacer ahora
Con esta tristeza de perro muerto
Y la torpeza de las palabras puestas en fila,
Rabos tocando hocicos, eslabones
Uniendo nada con ninguna parte.
Jorge Reichmann (La verdad es un
fuego donde ardemos).
Perros suicidas
Andan vagando a su suerte por las
quebradas carreteras de El Ecuador. Híbridos perrunos, rabiosos, legañosos,
desfallecidos, desean morir cuanto antes y atentan contra sí mismos tirándose
contra los autos que circulan ajenos a su drama. Sus cuerpos son atropellados
una y mil veces, cadáveres contumaces que jalonan los caminos de la Mitad del
Mundo convertidos en manchas sanguinolentas, muertos de matarse, porque, seguramente, su vida vale menos que
su muerte. Yo también maté a uno.
Buscan la muerte a pie de carretera,
Cimarrones, cansinos, fugitivos.
No se sabe si perros o chivos
O si cruces de hiena con pantera.
Cadáveres anónimos de acera
Destripados por raudos deportivos,
De la hambruna a los hijos adoptivos
Que se dan a morir en la carrera.
Hoy he matado a uno, perro y gato.
Encima se tiró del parachoques.
Perruno sacrifico de arrebato.
Primero fue el frenazo y luego el choque.
Ya soy un matador hostil, barato:
Sentí su bronca muerte en el embroque.
Pedro Atienza, Funambulismos ecuatorianos. (Diario
de Alcalá, 31.05.2011, p. 14).
Por
aquel entonces, se presentó un caso de rabia en la región, y corrió la sospecha
de que uno de los perros del pueblo había sido mordido por un perro rabioso. Decían
que convenía matarlo, pero nadie se decidía a hacerlo, hasta que Domcio lo supo
y se ofreció para sacrificarlo. Se lo entregaron de mala gana, porque, a lo
mejor, ni siquiera había sido mordido. El perro, grande, negro, con el rabo
levantado y pelos blancos en el hocico, daba saltos de alegría junto a él,
contento de que le soltaran y de salir al campo, en vez de bostezar y buscarse
las pulgas. Le dio de comer y, luego lo condujo junto a un lago situado en
medio de un pequeño promontorio en un tranquilo recodo del Issa. […] Domcio ató
al perro con una soga gruesa. Él se sentó a poca distancia, con la carabina en
la mano. Sacó las balas del cargador y colocó unos balines de madera que él
mismo había tallado. El perro meneaba alegremente la cola y soltaba pequeños
ladridos. Había llegado el momento: podía disparar, o no disparar, se acercó la
culata al hombro, retardando el instante para poder deleitarse con la posibilidad
misma. Era precisamente eso: el perro no sospechaba nada, y él, Domcio, tenía
en su mano la elección, era él quien decidía. Y, más aún, por un movimiento de
su dedo, el perro pasaría enseguida a ser otra cosa: ¿pero qué cosa? ¿caerá
muerto, o seguirá saltando? Y, al mismo tiempo, bajo el peral y en los alrededores,
todo cambiaría. Nada es comparable al poder mortífero de una bala; aquella paz,
aquel silencio, como si el hombre no estuviera allí. Y, sin ira ni esfuerzo,
decir: ya.
Se oía
tan sólo el ruido de los juncos movidos por el aire; la lengua colorada y húmeda
del perro colgaba del hocico abierto. Lo cerró de golpe con un ruido seco: había
atrapado una mosca. Domcio apuntaba a su brillante pelaje.
Ya. Durante
una fracción de segundo, el perro quedó como atónito. Y, en seguida, se lanzó
adelante, con un ladrido ronco, tensado
por la cuerda. Enfadado por esa actitud hostil, Domcio disparó la segunda bala.
El perro cayó, se levantó y, de pronto, comprendió. Con el pelo erizado empezó
a retroceder anta la visión aterradora. Recibió otros balazos, pero espaciados,
para que no muriese demasiado aprisa; y después de cada disparo, el espectáculo
variaba, hasta que el perro no pudo más que arrastrarse por el suelo con la
parte trasera, entre gemidos y convulsivos movimientos de patas, caído ya sobre
un costado.
De vuelta
a su cabaña, junto al fuego, Domcio reflexionó sobre temas teológicos, basados
en el recuerdo de aquellos instantes. Si él estaba tan por encima del perro,
hasta el punto de poder disponer de su destino a su antojo, ¿acaso dios no hacía
lo mismo con los seres humanos? Sentí rencor contra Dios. Sobre todo por su
insensibilidad anta sus más sinceras súplicas de ayuda. En cierta ocasión, en vigilias de Navidad, les
faltó en casa incluso el pan, y su madre lloraba y rezaba arrodillada ante una
imagen santa: él pidió un milagro. Subió al desván, se arrodilló y, después de
persignarse, dijo con sus propias palabras: “Es imposible que no veas la tristeza
de mi madre. Haz un milagro y me entregaré a Ti; mátame en seguida; después,
permíteme tan sólo ver el milagro”. Saltó de la escalera, seguro de que sería
escuchado, se sentó tranquilo en el banco y esperó. Pero Dios se mostró totalmente
indiferente, y madre e hijo se fueron a dormir hambrientos.
En el valle del Issa, Czeslaw Milosz, (1955), epígrafe 25.